Si fueras a trazar las trayectorias evolutivas de los últimos 2000 años de la tecnología, la ciencia, la economía, la medicina y de la mayoría de cualquier otra categoría del esfuerzo humano, observarías líneas indicativas elevándose como cohetes, particularmente en los últimos 100 años. Solamente en aquellas categorías relacionadas con la emoción humana observarías líneas horizontales y, en algunos casos, degeneración.

Está claro que en una escala intelectual, tecnológica y monetaria nuestro progreso se ha desarrollado dramáticamente, pero la forma como manejamos nuestras emociones y, lo que es más importante, cómo las orquestamos para realzar nuestro entendimiento de la vida y de la percepción intuitiva ha cambiado muy poco desde el amanecer de la civilización. Con todo y eso, cuando lo consideras, nuestra habilidad para vivir desde el corazón y coordinar nuestras emociones es un componente clave para una buena vida —y no sólo para nosotros mismos, sino para nuestro círculo familiar y de amigos, para la comunidad y para todo el planeta. Eso hace posible ajustarnos más fácilmente a las desafiantes curvaturas que invariablemente constituyen nuestro viaje a través de la vida. Nos permite que funcionemos desde una base de estabilidad comparativa, en vez de las arenas movedizas de los dramas de la vida, que drenan nuestra innata vitalidad espiritual.